Y sucedió conmigo como con un árbol nuevo,

que es plantado en el suelo

y al principio parece joven y tierno, floreciente al ojo,

especialmente por la lozanía de su crecimiento,

pero no da fruto todavía y aunque tiene su florescencia,

los capullos caen:

hace falta que sea batido por los vientos fríos,

y azotado por el cierzo helado y

la nieve para que aquella madurez se traduzca en flor y fruto.

Así pasó conmigo: ese primer fuego solo fue un principio y no una luz constante y

duradera; y desde entonces muchas veces el frío viento se abatió sobre él, pero sin

lograr jamás extinguirlo.

A menudo el árbol sintió la tentación de ver si podía dar ya fruto y se llenó de

capullos. Pero los capullos fueron arrancados hasta ahora en que ha llegado el

momento del fruto.

Es de esta luz que yo obtengo ahora mi conocimiento, mi voluntad, mi impulso y mis

esfuerzos. Por lo tanto escribiré este conocimiento de acuerdo con mi capacidad y

dejaré al Señor hacer su voluntad. Y aunque enfureciera a todo el mundo, al Diablo y

a todas las puertas del infierno, lo haré y observaré hasta ver qué intenta hacer el

Señor de él.

Porque soy demasiado débil para conocer sus propósitos. Y aunque el Espíritu a

veces permite que a través de esa luz puedan visualizarse algunas cosas futuras, de acuerdo con el hombre exterior soy demasiado débil para aprehenderlas.

El espíritu animado o alma, que desenvuelve sus poderes y se une a Dios, le

comprende bien, pero el cuerpo animal solo obtiene un reflejo, un relámpago breve de

comprensión. Este es el estado de movimiento interior del alma, cuando atraviesa la cutícula exterior por acción del Espíritu Santo.



Cuando el resplandor surge en el centro, uno ve a través de él, pero no puede aprehender, ni sujetar lo que ve; le sucede a uno como en una tormenta eléctrica, cuando el resplandor del fuego surge súbitamente y asimismo desaparece. Así pasa en el alma cuando se abre una brecha en pleno combate. Entonces contempla a la Deidad como el resplandor del relámpago, pero la fuente y el despliegue de los pecados la cubre súbitamente de nuevo. Pues el viejo Adán pertenece a la tierra, y no, a la causa de Dios. En este combate he pasado pruebas terribles que han amargado mi corazón. Mi Sol a veces se ha eclipsado y a veces extinguido, pero siempre se alzó de nuevo. Y cuanto más a menudo se eclipsaba, más resplandeciente y claro se alzaba de nuevo. ... Me maravilla que Dios pueda revelarse tan plenamente a un hombre tan simple y que además a ese precisamente le ordene escribirlo; sobre todo habiendo tantos hombres sabios, que lo harían mejor y más exactamente que yo, que soy tan poca cosa y un ser tan estúpido para el mundo. Pero yo no puedo ni quiero oponerme a él, aunque a menudo me opuse a él, y si no fuera su impulso y voluntad el que yo lo hiciera, ya me habría retirado la tarea; pero lo único que obtuve con oponerme fue recoger mis piedras para el edificio. Ahora he trepado tan alto que no me atrevo a mirar para atrás, pues temo al vértigo y ya no me resta más que un pequeño trecho para llegar a la meta que mi corazón aspira, anhela y desea alcanzar en plenitud. Mientras voy subiendo no siento el vértigo, pero cuando miro para atrás y entreveo la posibilidad de regresar, entonces me viene el mareo y el miedo de caer. Por lo tanto he puesto mi confianza en el Dios fuerte y ya veremos qué sucede. No tengo sino un cuerpo, el cual es mortal y corruptible, gustosamente lo aventuraré en la empresa. Si la luz y el conocimiento de mi Dios permanecen conmigo, tengo suficiente para esa vida y la que le sigue.



A veces, súbitamente, logro imponerme y otras pierdo la partida; a pesar de lo cual no me ha vencido ni conquistado, sino que solamente ha adquirido cierta ventaja sobre mí. Si me abofetea, entonces me repliego, pero el poder divino me ayuda de nuevo; entonces él recibe un golpe y a menudo pierde la partida en la lucha. Pero cuando él es vencido, entonces la puerta celestial se abre en mi espíritu y el espíritu contempla el divino y celestial Ser, no exactamente más allá del cuerpo, sino en la fuente del corazón. Allí surge un resplandor de la Luz en la sensibilidad o pensamientos del cerebro, y allí el Espíritu contempla.

El hombre está hecho de todos los poderes de Dios, extraído de los siete espíritus de Dios, como los ángeles. Pero como es material corruptible, no siempre el poder divino se manifiesta y desarrolla sus poderes, operando en él. Y aunque se despliega en él, e incluso resplandece en él, es incomprensible a la naturaleza corruptible. Porque el Espíritu Santo no se sujeta en la carne pecadora, sino que estalla como un relámpago, en la misma forma que la chispa de fuego relampaguea en una piedra cuando el hombre la golpea.






Después, sin embargo, el Sol resplandeció en mi un buen tiempo, aunque no constantemente, porque algunas veces se escondía, y entonces yo era incapaz de saber ni de comprender bien mi propia labor. El hombre debe entender que su conocimiento no le pertenece, sino que es de Dios, que le manifiesta las Ideas de Sabiduría al alma, en la medida que le complace hacerlo. De ninguna manera debe entenderse que mi razón es más grande o mejor que la de otros hombres vivientes, solo soy una ramita del Señor y una pequeña y miserable chispa de luz; él puede colocarme donde le plazca, que yo no lo voy a objetar. Ni tampoco debe entenderse que ésta es mi voluntad natural, ni que hago esto a través de mi propia y pequeña habilidad, porque si el Espíritu fuese retirado de mí, yo no sería capaz de comprender mis propios escritos. ¡Oh, graciosa Gloria y gran Amor, cuán dulce eres! ¡Y cuán amistoso y cortés! ¡Qué amable es tu sabor y gusto! ¡Qué embriagadoramente exquisito es tu olor! ¡Oh, noble Luz, resplandeciente Gloria!, ¿quién puede captar tu extraordinaria belleza? ¡Cuán gentil es tu amor! ¡Qué curiosos y excelentes tus colores! Y todo esto por toda la eternidad. ¡Cómo expresarlo!